6. Vengan Juntos

One thing I can tell you
Is you got to be free.
Come together, right now, over me!

Lennon – Mc Cartney
Álbum: Abbey Road (1969)



El camioncito habrá sido un Bedford 55. Los domingos, el barrio se mudaba en pleno al balneario de Quilmes. Los mayores cargaban bolsas, parrillas, abuelas, largas ristras de chorizos.
Por aquella época, los límites entre familiares y vecinos eran bastante difusos. En realidad, aquellas dos cuadras de la calle Matanza, en Villa Domínico, constituían el asentamiento de una tribu de italianos, gallegos, polacos y criollos que acostumbraban vivir sus alegrías y tragedias de cara a la calle, el barrio, la aldea, el ghetto.
Pero aquellos domingos de verano el objetivo era uno y sagrado: comerse un asadito a la sombra de los sauces, mientras aquel aroma de río marrón se quedaba para siempre en la memoria.
Éramos grasas, sin remedio. Íbamos ahí, en confuso montón, cantando las canciones del Club del Clan; los más chicos marcando el ritmo contra las paredes metálicas de la caja del Bedford.
Yo andaría por los trece años. Ese día me pasaba algo extraño. No podía sacar los ojos de encima del pelo de la Colorada.
La Colorada, la Colo, contaba con dieciséis años. Incandescentes. Una mujer grande, inalcanzable. Vivía a dos casas de la mía, y nunca me había dirigido más que un seco saludo, como corresponde a una educada chica de barrio.
Para mí no comenzó a existir hasta ese día que el viento, ayudado por la marcha petardeante del camioncito, le ondulaba y revolvía los cabellos rojos. Mi mirada comenzaba por recorrer esas llamas que encendieron mi primer fuego, y se detenía al llegar al cuello blanco y pecoso.
Había otras miradas que iban más allá. Miradas que después volvían con desazón a la excesiva matrona a la que estaban unidas hasta que la muerte...
Parábamos siempre en el mismo recreo. Árboles, parrilleras de cemento y un almacén con pretendidos aires de bar, en el que se amustiaban algunas mesas de hierro y fórmica; cerca del mostrador, brillaba, maravillosa y sumergida en luz, con botones de acrílico y cromo, una fonola que esperaba sus fichas de latón para empezar a sonar.
Mientras los hombres preparaban el fueguito y mi madre dirigía un pequeño y parloteante ejército de cortadoras de lechuga y tomate, yo me concentraba en imaginar alguna maniobra de aproximación a la Colorada. Ella no paraba de reír y moverse de acá para allá, sin escuchar los pedidos de ayuda de rebanadoras de hortalizas.
No había caso. La timidez era un frío pescado atravesado en mi garganta. Estaba ya considerando resignarme a un partidito de metegol con uno de mis primos, cuando sucedió: la Colo vino, me agarró del brazo y comenzó a arrastrarme hasta el almacén-bar, ante la mirada alarmada de mi madre. Seguramente pensó “qué pensarán los vecinos...”
No sé qué habrán pensado. Yo, yo no podía pensar. La Colo dijo: quiero que escuches algo. Compró una ficha, la introdujo en la máquina, apretó dos botones. Le bastó esa sencilla secuencia para volarme la cabeza de una vez y para siempre. Esa música se te metía en el cerebro, en la sangre, en el sexo. La Colorada bailaba, bailaba, bailaba como Rita Hayworth en “Salomé”. Y yo quería arrancarme la cabeza y ofrecérsela en una bandeja, o mejor, arrojar la cabeza lejos y ofrecerle mi cuerpo, que no podía defenderse del impacto de aquellas voces, de aquellas guitarras dulces, filosas, revulsivas.
Los Beatles...¿te gustan? Me preguntó sin dejar de mover las caderas.
Me gustaban. Me gustaban. Conseguí más dinero y nos pasamos horas escuchando y chapurreando en inglés una y otra vez la misma canción.
La Colo gritaba algo así como: “Cam-chi-que-va-fra-nau-ol-dú-mi...”, yo gritaba, nada más.
Después nos echaron del almacén. Nos echaron del paraíso.

Ya pasaron veinticinco años. O más. Quién sabe qué habrá sido de la Colorada. Quién sabe si logró escapar del ghetto. Tal vez esté criando allí mismo una parva de hijos. Quién sabe si escucha todavía a Los Beatles.
Yo, no importa dónde esté, vuelvo y vuelvo al ghetto de mi infancia.
Aquella canción, supe después, se llamaba “Vengan Juntos”. “Come togheter”. Camchi-que-va...
Hoy volvió a sonar en mi casa. El Abbey Road original, de vinilo negro, se había perdido hacía mucho en alguna mudanza. Así que hoy volví a comprarlo, esta vez un mágico círculo de plata digital en donde se aprietan todas esas maravillosas canciones. El suave mecanismo del Aiwa se tragó el cd y empezó a escupir la voz cruel de Lennon. Julián, mi bebé, pasaba por ahí con su hinchado pañal bamboleante y el pulgar en la boca. La música, al principio lo sobresaltó. Se fue acercando despacio al equipo y despacio comenzó a moverse y a bailar con un extraño paso de su entera invención. Julián bailaba y bailaba y yo me quede mirando sus piernas regordetas apenas asomando del pañal, sus manitos llevando locamente el compás, la cabeza de escaso pelo rojo oscilando en cada retumbe del bajo. En ese momento me acordé de la Colorada. Y pensé en escribir esto.

A veces me siento solo.
Y lejos.
Pero lejos de dónde.
Por eso me gustaría que vengan. Vení Colo. Vení Lennon. Vení papá, estés donde estés. Hagan arrancar el Bedford. Suban todos a la caja y canten. Golpeen duro las barandas. Canten tangos, tarantelas, rock and roll.
Canten y vengan.
Vengan, vengan.
Vengan juntos.



A Julián Di Benedetto
que, bailando,
hizo arrancar al Bedford.



Fragmento de la película "Across the universe"

1 comentario:

  1. Gracias por facilitar el acceso a tu blog. Ya escribías con el alma en esos años. Intento seguirte pero me pierdo. Eres un capo, hermano.

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