4. Lucy en el cielo con diamantes



Cellophane flowers of yellow and green

Towering over your head.

Lennon – Mc Cartney
“Lucy in the sky with diamonds”
Álbum: The Sergeant Peppers Lonely
Hearts Club Band” (1967)


Cuando Julian Lennon tenía cuatro o cinco años, dibujó a una nena sobre un cielo estrellado, se lo mostró al padre y le dijo que ésa era Lucy en el cielo con diamantes. Que las iniciales del tema en inglés sean L.S.D. y que mucho de la canción que Lennon compuso un poco después parece inspirado y escrito en un fumadero de opio de Hong Kong, no le quita mérito ni veracidad a la tierna escena paterno filial recién descripta. Una cosa no quita la otra.
Cuando Martín Di Benedetto tenía cuatro o cinco años, me pidió que le comprara un barrilete de esos de fibra de vidrio y plástico. Intimamente ofendido, le contesté que ningún Di Benedetto iba jamás a remontar un barrilete meidintaiwan y que yo a su edad ya sabía hacer mis propios barriletes, lo cual era una perfecta mentira, pero la diferencia de edades garantiza cierta impunidad.
Lo primero – le dije mientras le ponía la campera, el gorro, la bufanda y los guantes – es conseguir una buena caña, bien seca y bien derechita.
Salimos a la fría tarde de Puerto Madryn a fatigar la parte vieja de la ciudad, donde mi instinto me decía que podíamos encontrar cañas de buena calidad.
Dos horas después, a pesar de la resistencia de Martín a dar un paso más, dimos con una ruinosa casa semioculta tras una plantación de largas y verdes cañas. No solamente conseguí un par, bien gordas y secas, sino hasta un brote con un buen pedazo de raíz, para iniciar nuestra propia plantación, le dije a Martín, pues estaba decidido a legar a todos mis descendientes la oportunidad de fabricar sus propios barriletes sin necesidad de andar mendigando una miserable cañita. Martín, que iba dormido sobre mi hombro, no pudo aprovechar la frondosa disertación acerca de los diversos usos dados a la caña criolla por los habitantes de Villa Domínico. No solamente fabricación de barriletes, no: también sostén de plantas de tomates y otras trepadoras, también vistosos y delicados adminículos usados para el cuajado y la conservación de la ricotta, y cañas para pescar ranas, y cerbatanas malayas y cercos para hortalizas y lanzas para jugar a los indios y tantas otras cosas. Es una lástima, pero es evidente que los jóvenes no quieren aprender de la experiencia de sus mayores.
Lo segundo – le dije a Martín mientras le sacaba los guantes, el gorro, la bufanda, la campera, el pulovercito, las zapatillas, los pantalones de frisa, le ponía el pijama y lo acostaba a dormir, todo esto sin lograr que abriera los ojitos ni una sola vez- es comprar hilo y un buen papel de barrilete. Dos o tres colores. Al engrudo te lo enseño a hacer yo.
Mientras esperaba que Martín se despertara de la siesta, planté la raíz en un rincón del jardín y, por un momento pensé en mi padre, que hacía muy poco se había ido al país del Nunca Jamás y que nunca jamás me había hecho un barrilete.
Como Martín parecía dispuesto a seguir eternamente con su siesta, puse música. A un volumen un poco alto, tal vez, la Banda de Corazones Solitarios del Sargento Peppers me ayudó a despertar a mi retoño, a quien su malhumor no le permitió apreciar la fina imitación de la voz de Ringo en With a little help from my friends que hice exclusivamente para él mientras lo apuraba a tomar la leche.
Lo tercero – le dije mientras le sacaba la taza, le ponía el gorro, la bufanda, los guantes, la campera, todo sobre el pijama y después las zapatillas sin atar y lo llevaba a la rastra hasta el kiosco – es planificar claramente qué tipo de barrilete querés hacer. Una cometa, que es al fin y al cabo nada más que un rombito pretencioso, no es lo mismo que una estrella. Y tenés también el barrilete bomba, que de lejos parece redondo, si te descuidás, y ese híbrido que a mí nunca me gustó, el “medio bomba – medio estrella”, definitivamente para gente que no sabe lo que quiere. Para mí, nada mejor que una estrella de seis puntas. De ocho no. Esas fantasías no eran para los pibes de Domínico, hijos de la dureza y el rigor. Amarillo y verde- le informé al kioskero- y blanco para los flecos. Linda combinación. - De hilo, tres madejas.
Esta vez Martín, debidamente sobornado por un chupetín de dulce de leche y unos cuantos caramelos, sí escuchó la conferencia sobre el arte de remontar barriletes. Cuando llegamos a casa, despejé un área considerable del living y me dispuse a enseñar a mi primogénito las difíciles artes de la fabricación de esos livianos ingenios. En este punto se hace necesario confesar que, un poco llevado por el urgente entusiasmo, decidí avenirme al uso de la plasticola en lugar del engrudo, que debí resignar por falta de harina en la alacena. Por otra parte, el exceso de tradicionalismo ha hecho fracasar más de una vez los más grandes proyectos humanos y eso era algo que yo no estaba dispuesto a permitir.
Los Beatles empezaron a sonar otra vez desde su gastado cassette, y mientras Martín se volvía a dormir y soñaba con cielos de mermelada y taxis de papel de diario y mientras el chupetín manchaba para siempre el tapizado del sofá, yo me fui con Lucy a hacer barriletes al potrerito de mi infancia, último remanente de un viejo tambo del que llegue a tomar la leche al pie de la vaca.
- Cortás la caña todo a lo largo en tiras parejas de más o menos un pibe de alto- le dije a Martín que me decía Marito Moroni, que era tres años mayor que yo y me protegía cuando alguien me quería pegar o robarme las figuritas-. Ahora unís estas tres por el medio con varias vueltas de piolín. Separá las puntas a distancias iguales y las atás de a tres, salteando una, formando con el hilo dos triángulos iguales, uno con la punta para arriba y el otro con la punta para abajo. Así ¿ves? Así se forma la estrella. Ahora hay que atar las uniones. Listo. El papel es cosa delicada. Primero pegás los dos pliegos, el amarillo y el verde. Lo estirás bien sobre el piso, que no haya piedritas ni esté mojado, que este papel se rompe de nada. Cortás así, siguiendo el hilo, un poco más grande, así, doblás el papel como una solapita y la pegás sobre el hilo. Con los flecos es fácil. Después te enseño a hacer los roncadores. Ahora prestá atención, que hay que ponerle los tiros y la cola ¿trajiste los trapos?

Lo cuarto- le dije a mi hijo Julián, que para entonces ya había tenido tiempo de nacer y cumplir diez años y me miraba preguntándose si no hubiera sido mejor comprar un barrilete de esos de plástico – es esperar un día de buen viento, no muy fuerte. Difícil en la Patagonia, a no ser que quieras remontar barriletes de plomo.
Lucy seguía sonando, esta vez desde la computadora. La colección completa de los Beatles, que me costó años reunir y perder, cabe ahora en un disquito más chico que un simple 33 r.p.m. y que contiene no sólo todos los álbumes originales, sino también las recopilaciones. Y todo con sus tapas en colores y la letra de cada tema.
- Newspaper taxis appear on the shore / waiting to take you away – dijo Lennon
- Vamos – dije yo, poniéndole bronceador a Julián en la nariz y los cachetes. Viento oeste, suavecito. A la playa. El barrilete llevalo vos.
En el camino ilustré a mi segundogénito sobre la manera correcta de llevar un barrilete: a la espalda, sosteniendo la cola enrollada en la mano izquierda y el carrete de hilo en la derecha. Visto desde atrás Julián desaparecía casi totalmente tras el escudo de papel, dejando ver nada más que sus tobillos y sus pies apenas tostados dentro de las sandalias de neoprene. Visto así, desde atrás, mi hijo es una estrella con patas.
Las anchas arenas de Madryn estaban casi desiertas. Era diciembre y hacía un calor opresivo, pero el verano no había sido declarado oficialmente, lo cual impide que mucha gente respetuosa de las leyes y las buenas costumbres pise la playa o se meta al mar, aún en caso de incendio de la ciudad y sus alrededores.
El viento seguía soplando suave y constante desde el oeste. Martín, que para entonces ya gastaba vistosa barba a la cuáker, se nos había unido en el camino y entre los tres dimos inicio a las operaciones de remonte.
Al tercer o cuarto intento el barrilete comenzó a subir, aventajando a una bandada de gaviotas que, por curiosidad, planeaba cerca. La brisa se hizo un poco más intensa y la estrella roja y amarilla se convirtió en un punto apenas, allá arriba, después de que apresuradamente fuimos añadiendo las madejas de hilo que habíamos traído de repuesto. La poca gente que remoloneaba en la playa empezó a comentar lo bien que volaba el barriletito. Entonces yo también me dejé remontar a unos metros del suelo por el vientito del orgullo. No era para menos. Los conocimientos que generaciones y generaciones de chicos se habían transmitido desde antes de la construcción de la Gran Muralla, habían llegado casi intactos hasta mí y ahora yo transmitía esos secretos, que se guardan no en el pensamiento sino en las manos, a mis hijos, que los darían a sus hijos, o sea mis nietitos, y mis nietos a mis bisnietos y...
Un grito de Julián me devolvió al presente. El hilo se había cortado. Corrimos como desesperados, persiguiendo la punta del cordel traidor que ya se metía en el agua y se iba más allá de nuestros intentos. Lo dimos por perdido. Ya nada quedaba más que ver a nuestra estrella abatirse sobre el Golfo Nuevo, donde el agua salada la dejaría apenas en sus huesos de caña y un minuto después la tragaría para siempre.
Pero sucedió algo muy curioso: el barrilete, buen volador como era, se alejaba y se alejaba sin caer, sostenido por más de cien metros de hilo empapado, que ejercía por su peso el control necesario para que el artefacto no entrara en su barrena final.
Y los tres nos quedamos entonces mirando como se iba hacia el este y se perdía de vista, algo entre tristes y orgullosos de ese barriletito que se había ganado corajudamente la libertad y ahora era una lenta mancha roja y amarilla, yéndose, yéndose, estrella única y tenaz en aquel cielo que más que nunca parecía hecho de mermelada azul. Mis hijos se sentaron a mi lado, callados, y yo me fui a los cielos de mi infancia, poblados no de una, ni de dos, sino de cientos de estrellas de papel y engrudo que competían por estar más cerca del sol. Del sol del domingo, porque mi recuerdo sucedía un domingo por la mañana, un domingo de esos que eran interminables y en los que se podía vivir toda una vida de aventuras antes de ir a dormir, y el lunes era nada más que un lunes y no un trago amargo.
Los domingos a la mañana, pero podía ser los jueves o los sábados, nos íbamos juntando los pibes, de camino, cada uno con su barrilete a la espalda, primero dos y después seis o diez y allá íbamos en busca de los grandes potreros, a volar un rato.
Y enseguida el cielo se llenaba de estrellas de seis, de ocho puntas, de cometas de papel de diario, de lujosas medio bomba medio estrellas rodeadas de flecos y roncadores que llenaban el aire de la mañana de un áspero bramido parecido al de la libertad.
Algunos, la mala gente es mala gente desde chica, algunos enganchaban hojitas de afeitar en las colas de trapo y entonces los barriletes asesinados iban, llevados por el viento, a morir crucificados entre los cables o atravesados por las zarzas espinosas o ahogados en las lagunitas de agua y barro.
Pero los más éramos pacíficos pilotos, que nos deleitábamos de ver el cielo tapizado de papel, y decíamos: cuanto más barriletes mejor. Cuanto más pájaros mejor. Cuanta más risa, mejor.
Y a la hora de volver, volvíamos redondos, felices, las caras rojas y el alma llena de planeos y vientos locos y tirabuzones y vuelo sereno. Volvíamos cada uno con su barrilete a la espalda, con su estrella a cuestas.
Venga, si quiere, y véalo por usted mismo. Mi barrio queda acá nomás. El tiempo no es problema.
Si usted se queda un poco atrás para ver cómo nos estamos yendo, podrá ver diez, veinte, treinta estrellas alejándose lentamente, estrellas de todos los tamaños y colores. Por abajo asoman pies descalzos y sucios de barro o con zapatillas blancas manchadas del verde del pasto. Estrellas con patas. Estrellas verdes, rojas, azules.
Si usted se queda un rato allá atrás, callado, viendo como nos vamos, sabrá que aquellas calles de barro fueron, alguna vez, un cielo cuajado de rubíes, de esmeraldas, de zafiros. De diamantes.


Fragmento de la película "Yellow submarine": Lucy in the Sky with Diamonds

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